jueves, 18 de marzo de 2010

SABAYONESES-PRÓLOGO/ROBERTO NAVIA


Un caserón martirizado por el poder de sus ocupantes y los gemidos de un fantasma que se muere por decir su verdad, suben el telón de una novela que vuela y se posa por las calles de un país gobernado por personajes de la vida real. Esta vez, Darwin Pinto Cascán, con esos sus dedos de cronista universal, narra un remolino de historias que dan rienda suelta a las locuras patentadas por la dinastía de los Drake en un pueblo en el que por más que el lector se niegue, se topará con seres inmortales que hacen de Bolivia un país literario.
A Sabayoneses la he leído en varios ambientes. Lo hice sentado frente a una computadora, metido en una habitación atacada por mosquitos y por cuyas rendijas de sus puertas ingresaba toda la bullaranga de vecinos amantes del jolgorio. A pesar de ello, las bribonadas encabezadas por el viejo coronel Bayard me tapaban los oídos y me mentían a lo Benigni que la vida es bella y que vale la pena leerla. Después del punto final vino una nostalgia primaveral y supe que Pinto Cascán había expulsado de las profundidades de su carne una obra superior a los best seller que se estrenan y se venden como pan caliente en las librerías del viejo mundo. Lo digo por que los sigo, los leo.
Es por eso que decidí volver a leer su obra, pero esta vez intenté hacerlo por las costuras, para descifrar los enigmas con los que, quizá él no lo sabe, logra convertirse en un mago que va sacando de sus páginas ferrocarriles que son capaces de transportar en sus vagones al mar azul que perdimos en los campos de batalla, o un barco que avanza como un animal cansado cargando en una caja de madera un río con sus riberas, con sus delfines y sus caimanes, con sus culebras y sus pescadores; regalos estos con los que Dionisio Drake, (otro de los personajes) intentará ganarse el amor de Margarita de Anjou, su francesita que descansa en el reino de los muertos desde hace 200 años. También leí a Sabayoneses en papel, mientras iba en una camioneta por el asfalto de una carretera sin curvas, armado con mi libreta y grabadora de cazador de noticias. Ahí vino otra señal. El fotógrafo Clovis de la Jaille, que en sus tiempos de juventud había leído a los autores del Boom Latinoamericano; a los clásicos rusos, a los poetas malditos, a los de la generación perdida, a Erich Von Däniken y a Julio Verne, después de comerse una docena de páginas, dijo desde el asiento trasero del motorizado, con esa su sinceridad de hombre honrado:

- Mierda, esto está bueno. Parece que lo escribió un autor del extranjero.

A Clovis le conté que Sabayoneses era sólo un gajo de una novela que Darwin Pinto Cascán tiene guardada en los sótanos de su animal literario. Le dije que es sólo el fragmento de una obra que viene trabajando desde hace doce años, cuando empezaba a calentar sus manos con las que también se ganaba la vida en alguna guerra de baja de intensidad, adonde acudía con sus credenciales de periodista que no soporta reportear las historias desde el purgatorio de un escritorio.
Pinto Cascán, el cronista aquel que se atrevió a poner palabritas y palabrotas en sus reportajes cuando en las salas de redacciones todavía armaban quilombo si alguien intentaba desmitificar a las fuentes oficiales; bendecido con el sentido del humor y también golpeado por su explosión hormonal que pone a prueba a su tribu de amistades, materializa esta novela que es, por extensión, un libro que narra poéticamente todas las bestialidades, travesuras y autodestrucciones que se consumaron en las alcobas del poder y que ahora saltan a la luz, bajo el  riesgo de encender el pudor de quienes tengan el gusto de leerlo.

Roberto Navia Gabriel

Santa Cruz, 18 de marzo de 2010




lunes, 1 de marzo de 2010

EL V IERNES ANTES DEL APOCALIPSIS


Medio en chiste y medio en serio, le dije a mi esposa que tras que se pudiera nos iríamos a vivir a Chile. Fue el viernes antes del apocalipsis, mientras ella miraba el festival de Viña. Fue horas antes de los 8,8 grados de ira terrestre, antes del tsunami con mañas de gato que destrozó esos pueblitos de pescadores que la a distancia parecían pinturas campestres y que aún llevo en el corazón. No sé ni por qué se lo dije, tal vez fue un deseo que quise compartir con ella y que llevo guardado en el cuerpo desde que Chile dejó de ser el “coco” que me habían enseñado en la escuela; desde que se convirtió en la patria de los araucanos invencibles, en la tierra de los Parra, de Jara, de Littin, en la nación de Condorito, la de Los Prisioneros cantando “Tren al Sur” y la del pisco souer sabor mango.

Chile dejó de ser “el coco” que me habían enseñado en la escuela, cuando atravesé la cordillera de Los Andes como periodista de El Deber para cubrir la posesión presidencial de Michelle Bachelet el 11 de marzo de 2006 en Valparaíso. Y luego volví a transitar las ámplias alamedas de Allende tras atravesar el desierto de Atacama en abril de 2007 para presentar la biografía no autorizada de Evo Morales, “Un tal Evo” en la Universidad Diego Portales de Santiago. Después de eso, Chile y sus paisajes (la cordillera blanca y sus valles de riachuelos y pinos, la costa añorada y el desierto cargado de pueblos mineros fantasmas y remolinos de tierra marrón), después de eso, decía, Chile y sus paisajes se hicieron míos para siempre.

Fueron mías para siempre las conversaciones con los abuelos socialistas de la novia de Miguel en su departamento de la santiaguina comuna de Ñuñoa; los paseos por las playas de Algarrobo (la banderita boliviana que enterré en la arena), la visita a la casa de Neruda en Isla Negra; la comida en el mercado de marineros de Valparaíso; las calles de Viña, el frío mortal de Santiago, el estremecimiento frente al palacio de la Moneda al recordar las imágenes de los bombardeos pinochetistas de 1973. Fue mía Santiago y sus semáforos respetables y su subterráneo de primer mundo inmaculado y limpio como una cama recién tendida. Mía fue la melancolía de una Antofagasta con sus alcatraces descarados y su costanera serena, habitada por poetas sin techo y espectros de una batalla en 1879. Mías también fueron las charlas de plazuela con aventureros de todo Chile que llegaban a Calama para dormir en albergues de menesterosos y luego, de día, se dejaban tragar por la mina de cobre soñando con traer con ellos una esposa que ya no los esperaba en ninguna parte.

La primera vez allá, me hospedé en un alojamiento de quinta donde llegaban peruanos de contrabando para trabajar de lo que sea...y la segunda me quedé con unos amigos que habían sido perseguidos por Pinochet; los abuelos socialistas de la novia de Miguel. De ellos no sé nada después del terremoto. Cuando pienso en la nona, ta vivaz y siempre en contraste con el sabio reposo de su marido, me dá sed de pisco souer (siempre lo sacaba para invitarle a la visita, o sea, yo). Me vuelven a los sentidos el olor a madera de la cabaña en Algarrobo con su oportuna chimenea. Escucho de nuevo el crugido nocturno y vegetal de esa casa que nos arrullaba en las noches del invierno con el sonido del mar a nuestras espaldas, entonces un mar amistoso. No sé si esa cabaña tan cerca del océano aún existe, ni si la casa de Neruda en Isla Negra aún sigue en pie. No sé por qué le dije a mi esposa que una de esas, nos íbamos a vivir a Chile. El viernes antes del apocalipsis no me dijo nada. Pero el domingo, el domingo me dijo que sí.