domingo, 15 de mayo de 2011

LA MÁQUINA DE AQUERONTE/ CONTRATAPA





Todos estábamos hartos de la violencia, pero así era aquí; la violencia humana se replicaba a sí misma como si fuera una colonia de cucarachas dispuestas a abrazarlo todo.


Para desagraviar las humillaciones que la familia Drake durante años ha ejercido sobre su madre, su hermano y él mismo, Aqueronte el sabio construye su Máquina de la Venganza. Justo antes de hacerla funcionar entiende que debe dar marcha atrás, pero ya es muy tarde. La historia sangrienta de Sabayón y la tragedia de los Drake empiezan a reescribirse para volver a experimentar el sufrimiento y el pavor. La fundación de Sabayón por parte de Antanas, el primero del linaje, y su gobierno con mano dura; las luchas por mantener el poder de Bayard, su hijo; y la solitaria imagen de Belle Alexandra, la última Drake, cobran vida en esta novela que nos arrastra a su torbellino y que en su ficción nos interpela.


Bolivia y Santa Cruz son y no son Sabayón. Presente, pasado y futuro en ambiguo perfil. La historia se desarrolla en su propio territorio, pero los hechos y personajes se mueven sin desparpajo por cronologías y geografías universales y oníricas. La irreverencia junta hitos que pueden existir ajenos o que suelen estar conexos.  Picuiba y Burdett O'Connor, Nanawa y Otto Felipe Braun, confederados de la Guerra de Secesión con piratas y nobles de los estruendos de la colonia.


Aquí la palabra se hace imagen; la novela, comic; la narrativa, cine... Los mitos del pasado se reavivan con características del presente y la cópula fructífera de lo muerto y de lo vivo permite deambular por universos de infinitas posibilidades, como el retroceso de la historia y los espectros que penetran en el mundo cotidiano de Sabayón.

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

domingo, 8 de mayo de 2011

ROMANCE SALVAJE ENTRE HEMINGWAY Y LA HABANA

Darwin Pinto

Los hombres que más lo quisieron nunca lo leyeron. Jamás se enteraron de que él era un escritor famoso, un Nobel, un Pulitzer, un sobreviviente de dos guerras mundiales y la contienda civil de España, un escapista de toreos contra minotauros asesinos y boxeadores de piedra que querían partirle la cara.
No lo supieron nunca porque eran habaneros pescadores y analfabetos sencillos, y él los quiso tanto en su simpleza de cama recién tendida que cierta vez en que una cervecería lo invitó a su planta, él aceptó ir bajo la condición de que todos sus amigos pescadores tuvieran la cerveza gratis que les diera la gana.
Para sus hermanos pescadores (argonautas que lo siguieron al fin del mundo en las corrientes del Golfo, buscando el vellocino de oro entre los territorios marítimos de aztecas, mayas, apaches y taínos), él nunca dejó de estar vivo en cada subir y bajar de las mareas todos los días del resto de sus vidas, y en ese convencimiento de invulnerabilidad de marinero experto, no aceptaron nunca la noticia imposible de su muerte, llegada a sus tiendas de pescadores el mismo día en que el huracán posó su solitario pie de árbol del apocalipsis sobre los palacios virreinales de La Habana eterna.
Para ellos fueron mentiras los balazos que le reventaron la cabeza ese amanecer de domingo en su casa de Idaho, tiros que retumbaron en las cuatro esquinas de la rosa de los vientos con explosión de pájaros en los árboles y crujidos de huesos en la habitación, con estrépitos de cimientos colapsados, como si el eje del planeta se desmadrara en el abismo negro que se abre entre las manos de la muerte que aquella mañana descendió sobre Ketchum, decidida esta vez a no dejarse burlar por él, que tantas veces la había desafiado mirándola a los ojos.

La detonación doble se expandió en todas direcciones como las ondas del agua tras una pedrada en un desbande de ruidos cargados de la mala nueva, huyendo del hombre que caía ensangrentado lentamente sobre un inmaculado piso de pinos.

Y el eco del final (Hemingway se voló la madre, le dijo por teléfono Álvaro Mutis a García Márquez, ahí cerquita nomás, en México), tronó infinito, como lamentos de émbolos despedazados, de engranajes pulverizados, de pernos descarrilados en su caída definitiva de titán vencido que sostenía en sus brazos a toda una generación de entreguerras, envuelto en el ruido (murmullo de sus palabras que se evaporaban como neblina de leche desde su cerebro a la intemperie), en un ruido de cataclismos como si los pilares del planeta se desquiciaran por un maremoto sideral conmoviendo desde sus cimientos a las cumbres nevadas del Kilimanjaro y a todas las verdes colinas de África; poniendo su signo definitivo a las muertes en la tarde sobre la arena de las plazas de toros españolas; apagando con un click imaginario las carteleras coloridas de las fiestas de París en el centelleo alucinante de sus cabarets; acallando la inmensa interrogante del mar en las corrientes del Golfo, y poniend! o una tristeza de madres de soldados al recuerdo de los adioses a las armas de las guerras de Italia contra Austria, del desembarco de Normandía y en la Madrid asediada por los moros franquistas, infantes italianos y aviones alemanes.

Ese domingo el planeta se estremeció hasta la médula con el fogonazo de los dos cartuchos escupidos por su escopeta Boss, británica, de dos cañones para derribar elefantes.

Pero la costra de su muerte, la onda expansiva de los proyectiles penetrando sus huesos, su cerebro, su dolor, no lo alcanzaron en su entrañable Cuba, no le tocaron un pelo en la memoria de sus hermanos pecadores, en su casa de finca Vigía, ni en su habitación 511 del hotel Ambos Mundos; ni lo movieron un ápice sentado con su mojito cubano de la Bodeguita del Medio, ni lo importunaron mientras seguía bebiendo su daikirí en La Floridita, en el ámbito alucinante de La Habana vieja, donde envejecieron juntos su viejo y su mar, y donde el eco de esas balas en Estados Unidos se esfumaron bajo el influjo hechicero de las maracas, los timbales y las caderas de mujeres, únicas en el mundo para romper corazones irrompibles como el que llevaba él prendido en el pecho.
Gringo bonachón con cara de Papá Noel escandinavo y envergadura de oso polar, Ernest Hemingway sigue caminando por las calles empedradas de La Habana, puro en la boca y mirada de muchos amigos, reviviendo en cada esquina en la memoria de los cubanos, que recuerdan aquella vez en que le dijo a un Fidel Castro aún oliente a pólvora y a las humedades de la Sierra Maestra: "Aquí sí ganaron los republicanos", según cuenta Guillermo Cabrera, director del Instituto Internacional de Periodismo José Martí en el camino hacia la legendaria finca Vigía, donde Hemingway parió a "El viejo y el mar", escribió de pie frente a su máquina Royal sobre un ejemplar de "Who is Who in América".
Allí donde crió a sus adorados gatos (no queda ninguno; sí, la tumba de sus cuatro perros, con lápida y sentimientos incluidas), armó una biblioteca en el baño y practicó durante años (algunos dicen que lo sigue haciendo), eso de medirse la estatura, apoyándose en la pared del baño y marcándola con un bolígrafo, agregando con el paso del tiempo otros detalles en las paredes de finca Vigía (nunca usó libreta telefónica, todo lo escribía en las paredes), que ahora los expertos cubanos tratan de descubrir para sumarlo a sus 3.000 páginas de manuscritos y a las cartas halladas en el interior de sus libros (declaradas patrimonio nacional).

Hemingway decía que era el único cubano sato (cubano por elección, (de puro pueblo), no por nacimiento ni por bendiciones notariales) que había ganado el Nobel, y tan ciertas eran sus palabras que la medalla del premio se la dejó a la Virgen de la Caridad del Cobre, patrona de Cuba que, en la mitología afrocubana se llama Oshún, y es el Eros y Cupido de los griegos y romanos.

Regaló su medalla a esa virgen que hace tiempo se le apareció flotando vestida de sargazos a Juan Odio, Juan Indio y Juan Esclavo, pescadores creyentes que nunca aceptaron que ese trozo de madera hallado a la deriva en el caldo salado del Caribe pudiera ser el mascarón de un barco hundido por uno de sus endémicos huracanes.

Hemingway vive en cada rincón de la Habana Vieja, en el mismo ámbito gaseoso donde los elementos carcomen con sus dientes la imperturbabilidad de los palacios virreinales, ahora pintados por el moho y la ropa puesta a secar sobre los balcones que antes sostuvieron a las casamenteras hijas de extremeños ebrios de aventura y a los ricos recientes de este lado del mundo.

Hemingway está sentado aún con pose de veterano de la vida y de otras tantas guerras perdidas, mano en la cintura y expresión de abuelo rebelde y divertido en disposición de escuchar a quien quiera referirle una aventura, mientras espera la pausa para secarse de un sorbo el daiquirí de estaño que lo espera desde hace tanto en el Floridita.

En la Bodeguita del Medio (con sus fotografías pegadas en la pared entre ellas la memorable imagen junto a un Fidel Castro estrenando sus atributos de líder de la historia en 1959), adonde el gringo iba a tomar su mojito cubano, ahora hacen de ese trago una suerte de ritual, de hostia líquida, un símbolo de vino de la última cena literaria para quienes caen hipnotizados ante la combinación explosiva, sellada con hierros de desafío entre
Hemingway y La Habana.
En el hotel Ambos Mundos, una placa metálica conmemora su presencia como si fuera la heroica herida de una guerra contra el tiempo. Allí se lee: "Aquí vivió el novelista Ernest Hemingway entre 1933 y 1939"; y en la costa habanera se abre la Marina Hemingway, un atracadero maravilloso donde reminiscencias oceánicas de las corrientes del golfo aún llegan a buscarlo para ir de pesca.
El mar, visto desde las cumbres de finca Vigía, sigue siendo de Hemingway. Allí el gran oso polar estadounidense perseguía a los peces míticos a bordo de El Pilar, el barco donde se desarrolla la trama tenaz de "El viejo y el mar" y que ahora está en finca Vigía, antigua fortaleza militar desde donde se ve una Habana insignificante, minimizada por la inmensidad dormida de ese animal fabuloso llamado el Caribe. Velando su memoria desde hace 25 años, Gladys Rodríguez preside la cátedra de Periodismo Ernest Hemingway, en el Instituto José Martí, que lleva el tren de finca Vigía con mano maestra desde hace 17 años.

*Periodista boliviano. Mención en el Concurso Latinoamericano de

Periodismo José Martí 2005.