domingo, 5 de junio de 2011

Discursito de Presentación de La Máquina de Aqueronte...

     De chico quería ser veterinario, pero ese deseo  era en parte piedad, en parte, digamos,  ¿boludez?, osea, pura inocencia de un aprendiz de ser humano.
Después soñé con ser militar para defender a una patria cuya historia  aprendí en esa entrañable escuela hedionda a estuco eterno de Santa Rosa del Sara. Una escuela rural  en donde se me decía que esta pobre patria hija de puta había sido tan mancillada y violada desde adentro y desde afuera que nos tenía que dar vergüenza el ser hijos de esa violación, el ser parte de esas mutilaciones. Y entonces no quedaba otra opción que sentirse tan humillado, que el amor propio debía quedar de rodillas. O sea, solo sintiéndonos menos que el resto del mundo, podíamos ser considerados bolivianos de pleno derecho. Yo no me lo creí.
No me importaron ni las derrotas militares tan exaltadas por la educación oficial, ni las derrotas en el fútbol tan cosa tangible que eran y son un poco el resultado de esa castración que sufre el ego del boliviano cuando ve esos malditos mapas mutilados y se queda sin saber que en la historia de verdad, no somos tan inservibles como el sistema de todos los tiempos nos quiso hacer creer. No me creí el discursito del pobrecito derrotado. No me lo creo.
Pero eso, la idea de ser militar,  fue una calamidad a la que no sucumbí para el bien de algunos que a lo mejor me caerían gordos en el transcurso de mi vida. No entré al colegio militar  gracias a mi pie plano, a alguna dificultad cardiaca que aún hoy desconozco su nombre, a la pobreza familiar y al miedo de mi madre de que en mi inutilidad para el trabajo físico termine yo en alguna zanja de cuartel como tantos otros a lo largo del tiempo.
-Apelaré diciendo que sos mi único hijo… Me dijo…
-No hará falta si no hay la plata para pagar el ingreso…le dije…
Pero aún aquello pequeña victoria suya no frenó eso que se la iba comiendo por dentro todos los pocos días que le quedaban de vida.
Y como no fui veterinario ni militar, después ya no supe qué era lo que quería ser. Y mientras pensaba en lo que sería de mí en mi futuro, me iba hundiendo en novelas soviéticas que mi padrastro comunista llevaba y llevaba a casa en Santa Rosa, no tanto para que yo las leyera,  como para impresionar con ellas a sus camaradas campesinos y analfabetos con los que cada noche se sentaban bajo los mangos del hogar a emborracharse con alcohol con agua. Ahí daban encendidos discursos en los que se planteaban las tesis fundamentales para solucionar los problemas del mundo tan mierda en el que vivían según decían, que decía el periódico del partido comunista boliviano y alguna que otra radio de mierda que llegaba hasta sus aparatitos a pilas allá, en lo más hondo de sus chacos... Y al día siguiente, cuando me levantaba para ir a la escuela, los salvadores del mundo dormían la borrachera acurrucados sobre la arena del patio, abrazados a algún perro, soportando a las gallinas que picoteaban algo que se les movía entre sus canas.
Y de las novelas soviéticas y de las ambientadas en una Segunda Guerra Mundial (cuya batalla de tanques de Kursk aún resuena en mis oídos), pasé al descubrimiento de lo latinoamericano. La primera vez que robé algo, fue un libro, de autor que no conocía. No sé por qué lo hice. Sólo leí el título de la obra: Cien Años de Soledad… Y supe que debía tomarlo. Es un crimen que  ya confesé a quien corresponde (el dueño del libro). Descubrí aquello  (la magia de la palabra en español) mientras operaba maquinaria en una industria que fabrica cuadernos en esta ciudad.
 Después la infame muerte de mamá y la noticia increíble de la venida de mi hija, hicieron que me lance de cabeza a los medios escritos usando para ello como base mis lecturas anteriores, y ahí, día a día entrené las manos y la mente para conseguir ese objetivo final que era tratar de montar con relativo éxito el difícil potro de la literatura.
Éste es apenas el principio de ese sueño buscado, un sueño regado con mucha disciplina y trabajo, un sueño que se hace realidad, una realidad de la que ustedes son nuestro primer paso.

domingo, 15 de mayo de 2011

LA MÁQUINA DE AQUERONTE/ CONTRATAPA





Todos estábamos hartos de la violencia, pero así era aquí; la violencia humana se replicaba a sí misma como si fuera una colonia de cucarachas dispuestas a abrazarlo todo.


Para desagraviar las humillaciones que la familia Drake durante años ha ejercido sobre su madre, su hermano y él mismo, Aqueronte el sabio construye su Máquina de la Venganza. Justo antes de hacerla funcionar entiende que debe dar marcha atrás, pero ya es muy tarde. La historia sangrienta de Sabayón y la tragedia de los Drake empiezan a reescribirse para volver a experimentar el sufrimiento y el pavor. La fundación de Sabayón por parte de Antanas, el primero del linaje, y su gobierno con mano dura; las luchas por mantener el poder de Bayard, su hijo; y la solitaria imagen de Belle Alexandra, la última Drake, cobran vida en esta novela que nos arrastra a su torbellino y que en su ficción nos interpela.


Bolivia y Santa Cruz son y no son Sabayón. Presente, pasado y futuro en ambiguo perfil. La historia se desarrolla en su propio territorio, pero los hechos y personajes se mueven sin desparpajo por cronologías y geografías universales y oníricas. La irreverencia junta hitos que pueden existir ajenos o que suelen estar conexos.  Picuiba y Burdett O'Connor, Nanawa y Otto Felipe Braun, confederados de la Guerra de Secesión con piratas y nobles de los estruendos de la colonia.


Aquí la palabra se hace imagen; la novela, comic; la narrativa, cine... Los mitos del pasado se reavivan con características del presente y la cópula fructífera de lo muerto y de lo vivo permite deambular por universos de infinitas posibilidades, como el retroceso de la historia y los espectros que penetran en el mundo cotidiano de Sabayón.

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

domingo, 8 de mayo de 2011

ROMANCE SALVAJE ENTRE HEMINGWAY Y LA HABANA

Darwin Pinto

Los hombres que más lo quisieron nunca lo leyeron. Jamás se enteraron de que él era un escritor famoso, un Nobel, un Pulitzer, un sobreviviente de dos guerras mundiales y la contienda civil de España, un escapista de toreos contra minotauros asesinos y boxeadores de piedra que querían partirle la cara.
No lo supieron nunca porque eran habaneros pescadores y analfabetos sencillos, y él los quiso tanto en su simpleza de cama recién tendida que cierta vez en que una cervecería lo invitó a su planta, él aceptó ir bajo la condición de que todos sus amigos pescadores tuvieran la cerveza gratis que les diera la gana.
Para sus hermanos pescadores (argonautas que lo siguieron al fin del mundo en las corrientes del Golfo, buscando el vellocino de oro entre los territorios marítimos de aztecas, mayas, apaches y taínos), él nunca dejó de estar vivo en cada subir y bajar de las mareas todos los días del resto de sus vidas, y en ese convencimiento de invulnerabilidad de marinero experto, no aceptaron nunca la noticia imposible de su muerte, llegada a sus tiendas de pescadores el mismo día en que el huracán posó su solitario pie de árbol del apocalipsis sobre los palacios virreinales de La Habana eterna.
Para ellos fueron mentiras los balazos que le reventaron la cabeza ese amanecer de domingo en su casa de Idaho, tiros que retumbaron en las cuatro esquinas de la rosa de los vientos con explosión de pájaros en los árboles y crujidos de huesos en la habitación, con estrépitos de cimientos colapsados, como si el eje del planeta se desmadrara en el abismo negro que se abre entre las manos de la muerte que aquella mañana descendió sobre Ketchum, decidida esta vez a no dejarse burlar por él, que tantas veces la había desafiado mirándola a los ojos.

La detonación doble se expandió en todas direcciones como las ondas del agua tras una pedrada en un desbande de ruidos cargados de la mala nueva, huyendo del hombre que caía ensangrentado lentamente sobre un inmaculado piso de pinos.

Y el eco del final (Hemingway se voló la madre, le dijo por teléfono Álvaro Mutis a García Márquez, ahí cerquita nomás, en México), tronó infinito, como lamentos de émbolos despedazados, de engranajes pulverizados, de pernos descarrilados en su caída definitiva de titán vencido que sostenía en sus brazos a toda una generación de entreguerras, envuelto en el ruido (murmullo de sus palabras que se evaporaban como neblina de leche desde su cerebro a la intemperie), en un ruido de cataclismos como si los pilares del planeta se desquiciaran por un maremoto sideral conmoviendo desde sus cimientos a las cumbres nevadas del Kilimanjaro y a todas las verdes colinas de África; poniendo su signo definitivo a las muertes en la tarde sobre la arena de las plazas de toros españolas; apagando con un click imaginario las carteleras coloridas de las fiestas de París en el centelleo alucinante de sus cabarets; acallando la inmensa interrogante del mar en las corrientes del Golfo, y poniend! o una tristeza de madres de soldados al recuerdo de los adioses a las armas de las guerras de Italia contra Austria, del desembarco de Normandía y en la Madrid asediada por los moros franquistas, infantes italianos y aviones alemanes.

Ese domingo el planeta se estremeció hasta la médula con el fogonazo de los dos cartuchos escupidos por su escopeta Boss, británica, de dos cañones para derribar elefantes.

Pero la costra de su muerte, la onda expansiva de los proyectiles penetrando sus huesos, su cerebro, su dolor, no lo alcanzaron en su entrañable Cuba, no le tocaron un pelo en la memoria de sus hermanos pecadores, en su casa de finca Vigía, ni en su habitación 511 del hotel Ambos Mundos; ni lo movieron un ápice sentado con su mojito cubano de la Bodeguita del Medio, ni lo importunaron mientras seguía bebiendo su daikirí en La Floridita, en el ámbito alucinante de La Habana vieja, donde envejecieron juntos su viejo y su mar, y donde el eco de esas balas en Estados Unidos se esfumaron bajo el influjo hechicero de las maracas, los timbales y las caderas de mujeres, únicas en el mundo para romper corazones irrompibles como el que llevaba él prendido en el pecho.
Gringo bonachón con cara de Papá Noel escandinavo y envergadura de oso polar, Ernest Hemingway sigue caminando por las calles empedradas de La Habana, puro en la boca y mirada de muchos amigos, reviviendo en cada esquina en la memoria de los cubanos, que recuerdan aquella vez en que le dijo a un Fidel Castro aún oliente a pólvora y a las humedades de la Sierra Maestra: "Aquí sí ganaron los republicanos", según cuenta Guillermo Cabrera, director del Instituto Internacional de Periodismo José Martí en el camino hacia la legendaria finca Vigía, donde Hemingway parió a "El viejo y el mar", escribió de pie frente a su máquina Royal sobre un ejemplar de "Who is Who in América".
Allí donde crió a sus adorados gatos (no queda ninguno; sí, la tumba de sus cuatro perros, con lápida y sentimientos incluidas), armó una biblioteca en el baño y practicó durante años (algunos dicen que lo sigue haciendo), eso de medirse la estatura, apoyándose en la pared del baño y marcándola con un bolígrafo, agregando con el paso del tiempo otros detalles en las paredes de finca Vigía (nunca usó libreta telefónica, todo lo escribía en las paredes), que ahora los expertos cubanos tratan de descubrir para sumarlo a sus 3.000 páginas de manuscritos y a las cartas halladas en el interior de sus libros (declaradas patrimonio nacional).

Hemingway decía que era el único cubano sato (cubano por elección, (de puro pueblo), no por nacimiento ni por bendiciones notariales) que había ganado el Nobel, y tan ciertas eran sus palabras que la medalla del premio se la dejó a la Virgen de la Caridad del Cobre, patrona de Cuba que, en la mitología afrocubana se llama Oshún, y es el Eros y Cupido de los griegos y romanos.

Regaló su medalla a esa virgen que hace tiempo se le apareció flotando vestida de sargazos a Juan Odio, Juan Indio y Juan Esclavo, pescadores creyentes que nunca aceptaron que ese trozo de madera hallado a la deriva en el caldo salado del Caribe pudiera ser el mascarón de un barco hundido por uno de sus endémicos huracanes.

Hemingway vive en cada rincón de la Habana Vieja, en el mismo ámbito gaseoso donde los elementos carcomen con sus dientes la imperturbabilidad de los palacios virreinales, ahora pintados por el moho y la ropa puesta a secar sobre los balcones que antes sostuvieron a las casamenteras hijas de extremeños ebrios de aventura y a los ricos recientes de este lado del mundo.

Hemingway está sentado aún con pose de veterano de la vida y de otras tantas guerras perdidas, mano en la cintura y expresión de abuelo rebelde y divertido en disposición de escuchar a quien quiera referirle una aventura, mientras espera la pausa para secarse de un sorbo el daiquirí de estaño que lo espera desde hace tanto en el Floridita.

En la Bodeguita del Medio (con sus fotografías pegadas en la pared entre ellas la memorable imagen junto a un Fidel Castro estrenando sus atributos de líder de la historia en 1959), adonde el gringo iba a tomar su mojito cubano, ahora hacen de ese trago una suerte de ritual, de hostia líquida, un símbolo de vino de la última cena literaria para quienes caen hipnotizados ante la combinación explosiva, sellada con hierros de desafío entre
Hemingway y La Habana.
En el hotel Ambos Mundos, una placa metálica conmemora su presencia como si fuera la heroica herida de una guerra contra el tiempo. Allí se lee: "Aquí vivió el novelista Ernest Hemingway entre 1933 y 1939"; y en la costa habanera se abre la Marina Hemingway, un atracadero maravilloso donde reminiscencias oceánicas de las corrientes del golfo aún llegan a buscarlo para ir de pesca.
El mar, visto desde las cumbres de finca Vigía, sigue siendo de Hemingway. Allí el gran oso polar estadounidense perseguía a los peces míticos a bordo de El Pilar, el barco donde se desarrolla la trama tenaz de "El viejo y el mar" y que ahora está en finca Vigía, antigua fortaleza militar desde donde se ve una Habana insignificante, minimizada por la inmensidad dormida de ese animal fabuloso llamado el Caribe. Velando su memoria desde hace 25 años, Gladys Rodríguez preside la cátedra de Periodismo Ernest Hemingway, en el Instituto José Martí, que lleva el tren de finca Vigía con mano maestra desde hace 17 años.

*Periodista boliviano. Mención en el Concurso Latinoamericano de

Periodismo José Martí 2005.

viernes, 11 de marzo de 2011

ESCRITO DE CONTRATAPA DE EL TRATADO SOBRE LA GANGRENA, A PUBLICARSE ESTE JUNIO

  


Hay que ser cuidadosos cuando se habla de la obra de Darwin Pinto Cascán. El por qué, se responde en la presencia de un fenómeno inusual en la literatura boliviana, tal vez el más contemporáneo de la obra conocida de los autores locales. Una obra, además, no en ciernes, sino en proceso de maduración hacia algo que puede tener grandes -y largos- alcances.



El Tratado sobre la Gangrena, Sabayoneses y la esperada continuación de esta saga, tienen rasgos que la enlazan con García Márquez, con Faulkner, con Bierce, quizá con Lovecraft y otros, sin deberles su autenticidad y sus propios movimientos y destinos. Hablamos de herencia, pero no de influencia; de rasgos comunes, pero no de imitación; de temáticas que se conjuncionan y se exceden en Darwin Pinto, cuyo rango fluctúa entre lo mágico y lo histórico, entre lo oscuro y lo luminoso, con atisbos de novela negra, de comic, de esa afición de la última década de reavivar mitos del pasado con características del presente, cópula fructífera de lo muerto y de lo vivo que permite deambular por universos de infinitas posibilidades: el retroceso de la historia, las lágrimas derramadas que retornan a los ojos de las lloronas, los espectros que penetran concretos en lo cotidiano de Sabayón, tierra levantada por los Drake, construida y destruida por ellos, efímera y eterna, como ellos mismos.



Bolivia y Santa Cruz son y no son: son Sabayón y no, Santa Rosa y no. Presente y pasado, y futuro en ambiguo perfil. La historia se desarrolla en su propio territorio, pero los hechos y personajes trashuman sin desparpajo por cronologías y geografías universales y oníricas. La irreverencia junta hitos que pueden existir ajenos o que suelen estar conexos. Picuiba y Burdett O'Connor, Nanawa y Otto Felipe Brown, confederados de la Guerra de Secesión con piratas y nobles de los estruendos de la colonia.



Libro de puro entretenimiento pero sin liviandad, donde la palabra se hace imagen; la novela, comic; la narrativa, cine... todo sin desbocarse de los márgenes imaginarios de un libro impreso, que es a su vez, reducida jaula que dista mucho de atrapar la abundancia que escapa de esta magnífica prosa novelística y de tremendos convidados.





claudio ferrufino-coqueugniot


Premio Casa de las Américas 2010


Aurora-Colorado, 9 de marzo 2011

domingo, 23 de enero de 2011

Wolfango Montes: Sabayoneses...

Perspicaz periodista y novelista de opulenta imaginación, Darwin Pinto nos trae en su segunda obra de ficción la saga de la familia Drake. No es una novela para mojigatos y sensibleros. Para recorrer sus páginas debemos soportar el espectáculo de la violencia, del machismo sin frenos, del sexo energúmeno. Pero su lectura no es gratuita, nos lleva a las entrañas del poder y del comportamiento de los poderosos. El personaje central es el coronel Drake, un hombre de apetitos colosales y de voluntad titánica. Alcides Arguedas lo describiría como un caudillo bárbaro. En conversaciones con un fantasma recuerda la historia de su vida, que es la crónica de su nación, que es la leyenda de tantos caudillos barbaros que dominaron nuestra patria. Llega a las librerías en un momento en que necesitamos reflexionar sobre nuestro pasado, sobre todo porque se imbrica en el presente y se adhiere a nuestra piel como una sarna, de la que no podemos librarnos. La violencia, la concupiscencia, el alarde y la locura se repiten en Sabayoneses como si se tratara de un Eterno Retorno de la insensatez universal. Nos prende la respiración con su tonalidad airada, y cuando la historia parece haberse acabado, aparece el último vástago de la familia Drake, gordo y diferente de sus hermanos; no nos engañemos, entramos ya en la era capitalista, los caudillos bárbaros ahora se disfrazan de ciudadanos comunes.

Wolfango Montes

Sabayoneses, El Esperpento Mágico...

“Sabayoneses”, el esperpento mágico de Darwin Pinto (reseña sobre la novela publicada por La Hoguera)
de Ricardo Bajo, el miércoles, 19 de enero de 2011 a las 21:11

Ricardo Bajo H. (columna Bajo Bandera, suplemento cultural dominical La Esquina, periódico Cambio, 23-1-11).-Un perro, Firu. Un viejo, Bayard Drake. Un país, “una patria hijadeputa”, Sabayón, a orillas de un río, Maratay, en el corazón del continente. Una casa –monstruo maldito- y un fantasma. Una mujer bella deshonrada y una traición infiel. Es “Sabayoneses” (editorial La Hoguera, 2010), la novela del periodista y escritor cruceño Darwin Pinto Cascán, muchos años en El Deber, ahora laburando en la revista “Poder y placer”.



La obra viene a graficar –entre otras cosas- la heterogeneidad y diversidad de la joven narrativa boliviana, inclasificable, irresistible a esa manía nuestra de los periodistas de etiquetarlo todo (para bien y para mal). Darwin Pinto se suma así al grupo de los “Tico” Hasbún, de los “Maxi” Barrientos, de los “Piñas” Piñeiro, de los Wilmer Urrelo…con fuerza y originalidad vía una novela de esperpento mágico, un terreno desconocido entre las letras más impetuosas de nuestra Bolivia escritora.



Bajo la sombra alargada de uno de sus ídolos (al cual entrevistó antes de su muerte en 2005, el escritor paraguayo Augusto Roa Bastos y su legendario retrato del dictador por excelencia, “Yo, el Supremo”), Pinto consigue enganchar con una radiografía esperpéntica –al estilo de aquel viejo gallego llamado Valle Inclán- de un personaje autodestructivo, Bayard Drake y sus hijos, queriendo sentar paralelismos monstruosos y mágicos con la propia Bolivia. Sabayón es la patria misma, convertida por la pesadilla de la pluma de Pinto en una república monárquica constitucional , que antes de la llegada del caudillo fundador, es simplemente “un monte inhóspito atravesado por bandas de cazadores de hombres e indios que se negaba a someterse al cañón de la esclavitud y a la Biblia de la conquista”.



El estilo de Darwin Pinto nos trae un alarde de imaginación, una capacidad de narrar a la vieja usanza, con el tono grandielocuente de quien cuenta hazañas gloriosas y sueños malparidos, con ínfulas de novela con mayúsculas. Eso de andar contando cotidianeidades onanistas, “modernas”, vulgares y mundanas es para otros y otras. Se agradece, por tanto, un especial cuidado y atención por el lenguaje, por la descripción jugosa, por el arte de narrar.



El mundo de Pinto está poblado por batallas de antes, por guerras inventadas, lejanas, cercanas, lloradas, por sangre derramada, por demasiadas muertes sin causa, por violencia irracional, por venganzas y fantasmas. Sabayoneses” tiene a un malo malote, dictador moribundo y fracasado en un país enterrado y sin futuro donde también vive un fantasma, una mujer hermosa, Belle Almanegra, que se pasea desnuda por la gran casa (la metáfora de la patria, una vez más) en las noches oscuras como el presente y el futuro. El pesimismo existencial –marca de muchas letras jóvenes de nuestra literatura- se traslada acá a una visión bestial de autodestrucción, de autoritarismo salvaje, de barbarie sin esperanza, tan solo depositada apenas en el hijo olvidado, diferente, exiliado. Mujer (fantasma) y juventud (marginada) como depositarias de un renacer ni squiera imaginado. Que ni el viejo perro Firu alcanzar a olfatear.

domingo, 6 de junio de 2010

OPINIÓN DE GIOVANNA RIVERO SOBRE SABAYONESES...


No sé si “masculino” sea un adjetivo válido para referirse al tono o temperamento de una narrativa, pero en todo caso es lo primero que pienso cuando me enfrento y entrego a la prosa de Darwin Pinto. Pero, ya que estamos, ¿qué es, pues, un “tono masculino”; en qué consiste? En primera instancia, en una trama que prioriza la genealogía patriarcal y que, en ese sentido, podríamos llamar clásica, de larga tradición; he ahí el realismo mágico. También podríamos descubrir una preocupación temática particular: la venganza, la herencia, el honor, esos macrovalores que en las sociedades latinoamericanas han corrido de forma paralela a las grandes identidades (nación, familia, etc.). Por último, fácilmente podríamos pensar en la guerra como el escenario perfecto para que el hombre alcance la ansiada trascendencia, a través del sacrificio y la gloria personal y colectiva. Si bien todo eso está presente en Sabayoneses, tengo la impresión de que el “tono masculino” de esta novela responde a una indagación sobre los modos en que un héroe de pueblo se construye, muchas veces a pesar de sí mismo, desgarrándose entre esas dos fuerzas paradigmáticas: el amor y el deber. De esa tensión resulta el “doble”(no precisamente un alter ego, sino un under ego), escisión que Darwin Pinto usa para reformular o actualizar el viejo realismo mágico que planteaba al sujeto varón como una unidad monotemática y pocas veces debilitada en su interior. Sabayoneses, en cambio, nos entrega personajes varones dañados por esa autoimpostura que a veces puede significar el “ser machos” y, de fondo, quizás reconozcamos una crítica a la herencia de discursos heréticos y una apuesta a la libertad y decisión de ser individuos únicos e interrumpir la genealogía, aunque ello implique el propio quiebre de la personalidad.